Cuando éramos pequeños, a todos nos gustaban los retos. Si damos una ojeada a nuestro pasado, recordaremos que nos encantaba todo aquello que parecía imposible o desafiante: subir a un árbol, correr más rápido que nuestro amigo, sacar mejores calificaciones que el mejor del salón. Si te gustaban los deportes y eras competitivo, dabas lo mejor de ti, y si no lo conseguías, lo intentabas una y otra vez. Incluso desde antes de tener conciencia, cuando apenas eras un bebé, aprendiste a levantarte y caminar; aun después de haber caído mil veces, te levantaste mil una.
Ciertamente, cuando crecemos, algo sucede en nuestro interior que hace que todo cambie de manera radical. Comenzamos a temer, no solo a caer, sino a que nos vean caer. Nos avergonzamos de perder, y para no ser objeto de burla, ni siquiera lo intentamos, aunque en el fondo anhelamos el premio que hay detrás de aquel esfuerzo. El resultado de crecer termina siendo una muerte prematura de nuestra iniciativa, una renuncia anticipada a nuestros sueños y a las ganas de vivir a plenitud, no solo por miedo a no poder, sino también por temor al “qué dirán”.
Y es exactamente así, sin más explicación, que nos levantamos cada mañana con la mente saturada de pensamientos como: no puedo, no lo voy a conseguir, ¿qué tal si me botan del trabajo?, ¿y si no logro pasar la asignatura?, ¿y si cometo un error?. Y si eres cristiano, el autocastigo es doble, porque además de las condenas constantes del mundo, nos sometemos al castigo interno: ¿y si peco?, ¿y si Dios no me perdona?, ¿y si Dios no me escucha?, ¿y si Dios no me acompaña?. Son preguntas recurrentes que nos empequeñecen y hacen que los problemas parezcan más grandes de lo que son, más difíciles de lo que parecen y más amenazantes de lo que realmente resultan ser.
¿Cuántas veces has descubierto que te ahogabas en un vaso de agua? Si eres honesto contigo mismo, sabrás que han sido más veces de las que tus dedos pueden contar y tu memoria recordar. Estarás de acuerdo en que muchas veces descubriste que la montaña no era tan grande como parecía y que el gigante no era tan fuerte como decían. Pero, sobre todo, te habrás dado cuenta de que, al final de cada una de esas pruebas, Dios te sostuvo de la mano en cada uno de esos momentos.
Ahora bien, a pesar de todo, puedes sentirte tranquilo: no eres el único que lo vive y lo siente. Esto nos ha sucedido a todos en algún momento, y ninguno de nosotros lo ha entendido del todo durante el proceso. Todos hemos llorado, sufrido, nos hemos angustiado y desesperado hasta el punto de perder la esperanza y la fe ante tantas y diversas pruebas. Es en este punto donde viene una lección valiosa que debemos aprender ante cualquier circunstancia:
“Alzaré mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá mi socorro?
Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra.”
— Salmos 121:1-2
Sí, te entiendo. Diariamente enfrentamos problemas que parecen grandes, pero es solo porque intentamos resolverlos, entenderlos o enfrentarlos con nuestros propios medios y fuerzas, enfocándonos en nuestros dones, talentos o virtudes. Incluso muchas veces creemos que ellos nos pertenecen, como si fueran parte de nuestro ser y no un regalo de la gracia de Dios. Pero Dios es más grande que cualquier temor, circunstancia o debilidad. La grandeza de Dios nos invita a confiar en su poder y no en nuestras limitaciones, como dice la Palabra en Isaías 40:28:
“¿No has sabido, no has oído que el Dios eterno es Jehová…?”
La Palabra está repleta de enseñanzas, testimonios, parábolas y ejemplos que demuestran que Dios es más grande que cualquier problema. En 1 Pedro 5:7 nos dice:
“Echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros.”
Aquí se nos invita a depositar nuestras ansiedades en Dios, y su promesa de cuidado nos ofrece esperanza y paz, recordándonos que Él es soberano y nos ama.
Otro ejemplo lo encontramos en Marcos 10:27:
“Entonces Jesús, mirándolos, dijo: Para los hombres es imposible, mas para Dios, no; porque todas las cosas son posibles para Dios.”
Esto nos deja muy claro que no hay límites para lo que Dios puede hacer. ¡Él puede crear mundos enteros solo con su palabra! Por lo tanto, ¡no hay problema que Dios no pueda resolver!
¿Quieres uno más? Romanos 8:31 dice:
“¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?”
Si Dios está con nosotros, ¿quién podrá estar contra nosotros? ¡Nadie! La lucha puede ser grande, pero Dios es más grande. Con Dios de nuestro lado, no importa cuán grandes sean nuestras batallas: Él es más grande y está con nosotros. No dejes que los problemas borren tu fe; expresa tu fe y supera los problemas.
Así que, si estás enfrentando un problema que parece gigantesco, no encuentras una solución y no tienes fuerzas para superarlo, ¡no desesperes! Jesús te ama y quiere ayudarte a vencer tus problemas. Si necesitas ayuda, reconoce que necesitas que Jesús te salve y déjalo entrar en tu vida. Él tiene todo el poder para cambiar tu situación, será tu guía y te ayudará a enderezar tus caminos. No por nada es el Maestro de lo imposible, y su capacidad para transformar situaciones desesperadas en victorias es infinita.
¡Solo cree! Dios te bendiga.
