Crecer es parte fundamental no solo del desarrollo humano, sino de toda vida en general. Nacer, crecer y morir parecen ser solo tres simples pasos con los que se resume la vida. Sin embargo, lo cierto es que encierran toda una historia entre cada una de estas etapas. De ellas, la única que podemos tener como referencia continua es el crecimiento. Y es que no solo crecemos físicamente, sino también de manera social, conductual, cultural, sentimental, racional y espiritualmente.
Ahora bien, de todos los tipos de crecimiento, el único que se proyecta continuamente y tiene una función más allá de la vida terrenal es el crecimiento espiritual. Este no tiene la fecha de caducidad del cuerpo; por el contrario, nos brinda un punto de partida que transforma el concepto de lo que nosotros llamamos vida, dándole un mayor significado.
Dentro de la Palabra, que es nuestra fuente de verdad y guía, podemos entender que aunque nuestros cuerpos físicos están sujetos al deterioro y al paso del tiempo, nuestro espíritu tiene la capacidad de crecer sin cesar, invitándonos a transformarnos a la imagen de Cristo. Es por esto que el concepto de crecimiento continuo es un pilar fundamental en la vida cristiana, pues refleja la naturaleza dinámica de nuestra relación con Dios.
Un proceso de transformación continua
En la Escritura encontramos un versículo que encapsula la esencia del crecimiento espiritual como un proceso continuo, progresivo y transformador, que nos lleva a reflejar cada vez más la gloria de Dios. 2 Corintios 3:18 dice:
“Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”.
Como podemos observar, el crecimiento espiritual no es un evento aislado ni un destino final, sino un viaje continuo que dura toda la vida. A diferencia de nuestro cuerpo físico, que alcanza su madurez y luego comienza a declinar, el espíritu tiene una capacidad ilimitada para expandirse, renovarse y acercarse a Dios. Es por ello que la Palabra está repleta de ejemplos que refuerzan esta idea de crecimiento continuo. En Filipenses 3:12-14, Pablo expresa su propio anhelo:
“No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. […] Una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús”.
El apóstol Pablo, a pesar de su profunda relación con Dios, reconoce que aún no ha llegado a la meta. Su actitud refleja humildad y un deseo constante de crecer, aprender y avanzar. Nos enseña, entre otras cosas, que sin importar cuán maduros creamos estar espiritualmente, siempre hay más que descubrir, más que aprender y más que experimentar en nuestra relación con Dios.
El crecimiento espiritual continuo implica una disposición a aprender algo nuevo cada día. Dios, en su infinita sabiduría, nunca se agota en lo que tiene para enseñarnos. Por eso, si nos acercamos a Él con un corazón abierto, descubrimos que siempre hay algo nuevo que aprender.
Ahora bien, si nuestro espíritu está diseñado para crecer continuamente, debemos preguntarnos: ¿cómo lo estamos alimentando? Así como el cuerpo necesita alimento, ejercicio y descanso para desarrollarse, el espíritu requiere nutrición espiritual para florecer.
La Palabra nos ofrece varias disciplinas espirituales esenciales para este propósito: leer la Palabra de Dios, la oración, la comunión y congregación con otros creyentes, la obediencia, el servicio, la adoración… Son prácticas que actúan como guía para fomentar el crecimiento continuo.
Ciertamente, aunque el espíritu está diseñado para crecer, enfrentamos obstáculos que pueden frenar nuestro progreso. Las distracciones del mundo, el pecado, el desánimo y la falta de disciplina son algunos de los enemigos más comunes. Por eso la Palabra nos recuerda la lucha entre la carne y el espíritu en Gálatas 5:16-17:
“Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne”.
Para superar estos desafíos, debemos depender del Espíritu Santo, quien nos da la fuerza para perseverar.
Ahora bien, siendo el crecimiento continuo un regalo y un mandato de Dios, y siendo que nuestro espíritu —a diferencia de nuestro cuerpo— no tiene límites en su capacidad para acercarse a la gloria de Dios, las nuevas preguntas que debemos hacernos son: ¿estamos comprometidos con este proceso? ¿Estamos buscando a Dios con un corazón abierto y dispuestos a ser transformados?
Es por eso que la invitación el día de hoy es que nunca dejemos de crecer, de aprender y de reflejar la gloria de nuestro Creador. Sepamos que nuestro espíritu está destinado a brillar eternamente en su presencia y que nuestra vida puede ser un reflejo del Salmo 92:12-14:
“El justo florecerá como la palma; crecerá como cedro en el Líbano. Plantados en la casa de Jehová, en los atrios de nuestro Dios florecerán. Aun en la vejez fructificarán; estarán vigorosos y verdes.”
¿Te animas?