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¡La fe de una madre lo cambia todo!

Todos, sin excepción, hemos venido al mundo a través de una madre. Léase y entiéndase bien: no es lo mismo venir al mundo biológicamente hablando, a través de una madre, que decir con certeza que hemos tenido una madre a lo largo o en algunas partes de nuestras vidas.

Abrimos esta reflexión haciendo esta referencia, pues no todos hemos tenido la bendición de tener una madre que, como mundial y socialmente se identifica, suele ser una mujer literalmente entregada, paciente, esforzada y con un sinfín de adjetivos (positivos) que caracterizan la definición de lo que es una madre en el contexto cultural universal, que, sin más ni menos, es simplemente un sinónimo de sacrificio.

Ahora bien, es importante resaltar que nuestras madres no consiguieron un manual de cómo ser madres. Lo que para nosotros pudieran ser decisiones equivocadas de su parte durante nuestra crianza, son solo análisis vacíos de decisiones y acciones tomadas en un proceso diferente, en una época diferente, con retos completamente distintos, con otras presiones y en otras circunstancias. De hecho, quienes comparten mamá, los hermanos, a pesar de provenir biológicamente de la misma madre, no han tenido necesariamente la misma “mamá”, pues los tiempos, circunstancias y experiencias entre la crianza de cada hermano han sido diferentes. Esto la convierte en una persona distinta, pero con una misma convicción.

El papel de una madre en el desarrollo, la conducta, la educación, la mentalidad e influencia en los hijos está más que demostrado. Además de la protección y el cuidado, la madre es un motor emocional que balancea la realidad cruel del mundo con la sensación de seguridad que tenemos cuando estamos entre sus brazos, aun cuando todo alrededor pareciera encimarse y querer destruirnos. Ahora bien, necesitamos comprender dos verdades que muchas veces pasamos por alto. La primera, ya mencionada anteriormente, es que ninguna madre tiene un manual de cómo criar a un hijo; sin embargo, sus acciones y decisiones muchas veces no están orientadas desde el entendimiento, sino desde la fe. A pesar de que no entienden o no tienen certeza de cuál será el resultado, su convicción de que algo bueno espera más adelante las hace simplemente inquebrantables.

La segunda verdad es que una madre no deja de ser madre a pesar de que sus hijos ya hayan volado del nido. Su conexión y entrega superan con creces el tiempo. Sus deseos de bienestar para los hijos no claudican, a pesar de que las circunstancias no luzcan amables. Sufren cada derrota en carne propia, se alegran en cada victoria por mínima que sea. En fin, aunque sus ojos puedan ver un panorama oscuro, su más profundo deseo y convicción es que su hijo vencerá.

“En fin, aunque sus ojos puedan ver un panorama oscuro, su más profundo deseo y convicción es que su hijo vencerá.”

Cuando María, la madre de Jesús, fue visitada por el ángel, aceptó un llamado que no entendía completamente (Lucas 1:34); se turbó y sintió miedo (Lucas 1:29-30). Imagina que un ángel se te aparezca y te diga que tu hijo será llamado Hijo del Altísimo (Lucas 1:32), ¿cuánto miedo sentirías? Aun así, lo trajo al mundo sin un manual, pero con la promesa de que el Espíritu Santo y el poder del Altísimo la cubrirían con su sombra (Lucas 1:35). Crió al Salvador del mundo, lo vio morir en una cruz y, a pesar de que la Palabra no registra explícitamente que lo vio resucitado, en Hechos 1:14 sí queda claro que estuvo presente después de su muerte. Es decir, nunca dejó de creer en la promesa.

María nos enseña, como madre, que ser madre no significa controlar el resultado, no significa cuestionar el proceso, no significa tener todas las razones o las respuestas. Nos enseña que no necesitaba un manual de instrucciones de cómo “criar” a un hijo, y mucho menos de cómo cuidar al que sería (y es) el Salvador del mundo. Nos enseña, además, que aunque su parte humana —aquella que se turbó y sintió miedo, que vio con sufrimiento el dolor y la crucifixión de su hijo— estaba presente, ser madre era, es y será caminar con fe incluso cuando no se entiende el proceso.

María encarna la perseverancia. Su vida nos inspira a abrazar los desafíos con humildad, a esperar con paciencia los planes de Dios, a confiar plenamente en su voluntad. María nos enseña también que el esfuerzo no es solo acción, que la espera confiada es abrazar el tiempo de Dios, y que la fe es decir “sí” aun en la oscuridad, invitándonos a vivir con su misma entrega y confianza.

Con todo esto, María deja una invitación a través de su ejemplo. Ella invita a vivir la maternidad —biológica y espiritual— como un camino de santidad, confiando en la voluntad de Dios, en sus tiempos, sus maneras y sus formas, dejando que el Padre se glorifique aun cuando, en su carne, el dolor la desgarraba.

Por último, más que una reflexión, esto es un reconocimiento a todas aquellas madres que, desde la fe, han confiado en el Señor aun cuando las circunstancias no ofrecían sensaciones de victoria. Es un llamado a verse en el espejo de María, en todas aquellas noches de dolor, sacrificio, sufrimiento y angustia, que con su fe cambió todo y construyó el puente para una victoria de la cual hoy todos nosotros disfrutamos en Jesús, su Hijo, nuestro Salvador.

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