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La victoria final

La vida en este mundo, para muchos de nosotros, a menudo se siente como una larga noche de tormenta. Las dificultades llegan sin aviso: enfermedades que desgastan el cuerpo, pérdidas que rompen el corazón, injusticias que desafían nuestra comprensión o temores que nublan nuestra paz. Están a la vuelta de la esquina, acechando como león hambriento. En general, podemos decir que vivimos en un mundo roto, donde el pecado, el sufrimiento y la muerte dominan la experiencia humana, y donde cada uno de nosotros ha enfrentado sus propias batallas.

Muy probablemente, hoy estés caminando por un valle de sombra, preguntándote si el amanecer llegará alguna vez. Puede que sientas que el camino es eterno y agotador, y que las fuerzas de tu cuerpo y de tu corazón ya te estén abandonando. Piensas, además, que nadie te entiende ni te ayuda; y peor aún, seguramente ya has creído que a nadie le importa tu situación y sufrimiento. Por lo tanto, la soledad también ataca tu ser, apoderándose de cada pensamiento y sentimiento de bien, aislándote cual isla desierta.

Y no es para menos. En los tiempos difíciles, es fácil sentir que el peso del ahora es eterno. Un diagnóstico puede parecer un enemigo invencible, una relación fracturada puede sentirse como una condena perpetua, y las noticias de un mundo en caos pueden robarnos toda paz. Son muy pocos, o casi ninguno, los que pueden escapar de este tipo de sensaciones y sentimientos. Pareciera que estamos bajo un constante ataque, cuyo objetivo principal es desmoronarnos y arrebatarnos todo ápice de esperanza y fe. Es como correr una carrera contra el tiempo, donde quien lleva la delantera es la sombra del mal, que se extiende y se alarga aún más cuando el sol baja por el horizonte.

Una Fe que Sostiene en Medio de la Tormenta

Sin embargo, no somos los únicos que vivimos en tiempos de turbulencia. Así como nosotros tenemos nuestros propios y comunes desafíos, los primeros cristianos —quienes enfrentaron persecución, pobreza y martirio— también tenían en su corazón esa sensación de pérdida. No obstante, en su corazón guardaban algo más que temor: guardaban la fe y la esperanza de un mejor porvenir, de un mañana radiante y hermoso, aunque no fuera en esta tierra. Pues aquí se podía perder una batalla, pero la verdadera y final está guardada en victoria para los hijos de Dios.

Es por esto que su fe no se basaba en una vida fácil, sino en la esperanza de lo que estaba por venir. Entendían que el sufrimiento era temporal, solo un capítulo pasajero en una narrativa mucho mayor. Por lo tanto, nosotros, así como ellos, estamos llamados a vivir con esa misma perspectiva, entendiendo que cuando las tormentas arrecian, nuestra fe nos susurra que el dolor no es el destino final.

Dentro de la Palabra, en Apocalipsis 21:4–7, Dios hace una promesa que va más allá del tiempo, que supera con creces el sufrimiento de una vida terrenal y temporera: donde no habrá más lágrimas, ni llanto, ni dolor ni muerte, y el que tenga sed, beberá gratuitamente de la fuente del agua de la vida. Promete, además, que el que salga vencedor heredará todo esto, y Él será su Dios y estos serán sus hijos. Todo con una condición: es una promesa dedicada a los que perseveran, a los que confían en Dios.

Una Esperanza que Ilumina a Otros

Así como los antiguos cristianos, debemos interiorizar que la fe en tiempos difíciles no es un acto de negación, sino de resistencia. No se trata de fingir que todo está bien, sino de afirmar que, incluso cuando todo parece estar mal, Dios sigue siendo bueno y su plan sigue siendo perfecto.

Es esta fe la que tiene el poder de inspirarnos a nosotros mismos y a quienes nos rodean. Pues cuando enfrentamos la adversidad con esperanza, cuando elegimos confiar en lugar de desesperar, nuestro testimonio se convierte en un faro para otros. Piensa en alguien que, en medio de una pérdida devastadora, encuentra la fuerza para seguir adelante porque cree que Dios enjugará sus lágrimas. O en una persona que, enfrentando una enfermedad terminal, irradia paz porque sabe que la muerte no es el fin. Esta fe no solo los sostiene a ellos, también alumbra el camino para quienes les rodean.

Es por ello que podemos asegurar que la victoria final se encuentra en Cristo, asegurada y proclamada en Apocalipsis, y que nos da un propósito para seguir adelante. No importa cuán oscuro sea el momento, sabemos que la noche no durará para siempre. Jesús mismo nos lo prometió:
“En el mundo tendrán aflicción, pero ¡anímense! Yo he vencido al mundo.”
—Juan 16:33

Esta victoria no es solo un evento futuro, es una realidad que podemos experimentar de varias formas ahora mismo. Cada vez que encontramos paz en la tormenta, cada vez que elegimos amar en lugar de odiar, cada vez que confiamos en lugar de temer, estamos viviendo un anticipo de ese día cuando todo será hecho nuevo.

Por último, debemos recordar que solo somos parte de una historia más grande. Nuestros tiempos difíciles no lo son todo; son solo un capítulo que nos acerca a un final glorioso, donde Dios habita con su pueblo, donde no hay más llanto ni dolor, donde la sed de nuestras almas es saciada por el agua de la vida. Así que, si hoy enfrentas una pérdida, una enfermedad o un fracaso, escucha la voz de Dios que dice:
“¡Yo hago nuevas todas las cosas!”

No estás solo en tu lucha, y tu sufrimiento no tiene la última palabra. Cristo la tiene, y su palabra es de vida, restauración y victoria.

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