Cuando nos acercamos o nos encontramos en un lugar oscuro, nuestro primer instinto es buscar con qué alumbrar nuestros pasos y nuestro alrededor. La penumbra, la oscuridad, la falta de luz despiertan en nosotros una necesidad instintiva de claridad, de seguridad, de un guía que nos permita avanzar sin tropezar.
Este impulso humano, del que nadie está exento y que es tan natural en el ámbito físico, encuentra también un eco profundo en nuestra vida social, emocional y espiritual. Sabemos que existen momentos en la vida en los que nos enfrentamos a lugares oscuros, días oscuros, temporadas que son de penumbra, donde las dudas nos inquietan, los temores nos paralizan, las decisiones y las consecuencias de ellas nos abruman, y donde también nuestros pecados nublan nuestro entendimiento.
Imagina, por un momento, una noche sin luna, en un bosque denso y sin una linterna, donde cada paso es incierto. El sonido de una rama que se quiebra puede disparar nuestro corazón, y la falta de visión nos hace imaginar peligros donde quizá no los hay. De ese mismo modo es la vida sin una luz espiritual: donde podemos avanzar, pero lo hacemos con temor, tropezando con obstáculos que no vemos, o incluso desviándonos del camino sin darnos cuenta.
En esas circunstancias, es común preguntarnos: ¿dónde, cómo y de qué manera encontramos la luz? En el Salmo 119:105 conseguimos una de las respuestas más iluminadas y sabias dentro de la Palabra: “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino”. Esta declaración no solo es una respuesta o un consuelo, sino una guía práctica para transitar los senderos sombríos de nuestra existencia, de nuestro día a día, de nuestras temporadas y momentos cuando, simplemente, no tenemos un haz de luz por donde guiarnos.
Ahora bien, en la antigüedad, las lámparas no eran focos o linternas potentes que iluminaban grandes distancias. Estas eran pequeñas vasijas de aceite con una mecha que ofrecían una luz tenue, suficiente para ver el próximo paso, lo que nos da una idea de cómo funciona la Palabra de Dios en nuestra vida: no siempre revelando el panorama completo, pero sí nos da claridad para el momento presente. Porque cuando estamos en un lugar oscuro espiritualmente, no necesitamos ver el final del camino; necesitamos saber dónde poner el pie aquí y ahora.
Por otro lado, la oscuridad espiritual no siempre se presenta como un abismo evidente. En ocasiones, llega de forma sutil: en forma de una preocupación que crece hasta convertirse en ansiedad, una herida que no sanamos y que se transforma en amargura, o una confusión moral que nos deja sin rumbo. En otros casos, puede llegar a ser un poco más abrumadora o violenta: la pérdida de un ser querido, el fracaso de un sueño largamente ansiado o acariciado, o simplemente la sensación de estar desconectados de Dios. Sin embargo, sea cual sea su forma, esta oscuridad tiene algo en común: nos hace sentir vulnerables, desorientados, como si camináramos a tientas en un lugar desconocido.
Es por esto que debemos entender que la Palabra de Dios no solo ilumina, también transforma. Una lámpara no cambia el terreno, pero nos permite verlo tal como es y ajustarnos a él. Quiere decir que no necesariamente se desvanecen los problemas, pero nuestra perspectiva es transformada. Por lo que un obstáculo que parecía insuperable se convierte en una oportunidad para confiar; lo que parecía un callejón sin salida se revela como un desvío hacia algo mejor. Es decir, la luz de la Palabra nos ayuda a reinterpretar la oscuridad, pero sobre todo, a encontrar propósito en ella.
Si prestamos atención al salmista, este no solo llama a la Palabra “lámpara”, sino también “lumbrera a mi camino”, lo que sugiere una luz que se proyecta un poco más lejos, que nos deja ver un poco alrededor, que da dirección a largo plazo. Que no solo nos ayuda a sobrevivir el momento, sino que además, nos orienta hacia un destino. Nos recuerda que la oscuridad no es el final y que hay un propósito eterno tejiéndose en cada sombra que atravesamos.
Esta idea se mantiene con la promesa de Isaías 9:2: “El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos.” Esta luz, posteriormente y plenamente revelada en Jesús, nos asegura que no caminamos solos y sin rumbo. Por lo que cada versículo que meditamos, cada verdad que abrazamos, nos alinea con el plan de Dios, nos prepara para lo que viene. Incluso en los días más oscuros, la Palabra nos susurra: “Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti” (Isaías 60:1).
Dios no promete eliminar toda oscuridad de golpe, pero sí nos da luz suficiente para avanzar con confianza. Nos invita a vivir con intención, a acercarnos a ella con fe, a dejar que transforme nuestro andar. Sobre todo en estos tiempos, en un mundo lleno de sombras, la Palabra es nuestro refugio y nuestra guía.
Encendámosla, sostengámosla cerca, y dejemos que ilumine no solo nuestros pies, sino nuestro corazón. Porque en su luz, incluso los lugares más oscuros se vuelven transitables, y cada paso nos acerca más a la presencia de Aquel que es la Luz del mundo.