Cuando somos niños, y para aquellos que hemos tenido la bendición de tener un padre o madre presentes en nuestra infancia, sabemos de primera mano que es sentir refugio y conseguir fortaleza ante los retos y desafíos durante nuestros tempranos años, en los brazos de ellos, en el calor de nuestro hogar, con el consuelo de unas palabras oportunas o un beso en la frente que te decía que todo iba a estar bien.
Ciertamente, no importaba el tamaño del problema, lo difícil de la situación, lo complicado de resolver, cuando nuestros padres llegaban al rescate, nuestros miedos tenían un final. La sensación de protección nos aliviaba casi inmediatamente y poco a poco nuestras lágrimas de dolor y angustias se transforman en lágrimas de felicidad al sentir ese cobijo primario.
“…nos sumergimos en una profunda lucha con nuestros miedos, hasta el punto que nos da pánico incluso hablar de ellos.”
Sin embargo, como ya sabemos, al pasar de los años, cuando crecemos y nos comenzamos a independizar, el tamaño de los problemas y situaciones comienzan a crecer también; el detalle que cambia radicalmente, es que no tenemos ya los mismos ojos con los que mirábamos a nuestros padres, esos héroes sin capa que solían defendernos, ya no son tan héroes, y nos sumergimos en una profunda lucha con nuestros miedos, hasta el punto que nos da pánico incluso hablar de ellos.
Al quedarnos sin refugio natural, comenzamos una travesía incansable de lugares, cosas y personas que nos transmiten cierto grado de comodidad, donde si no conseguimos fortaleza y refugio del todo, al menos nos ayuda a escondernos y evitar una realidad que no queremos afrontar: y es que muy dentro de nosotros sabemos que nos sentimos solos, desprotegidos y sin garantías de que todo estará bien, por lo que nuestro miedo solo consigue fortalecerse con el tiempo.
La buena noticia es que la historia está repleta de personajes que han sentido y estado tal cual como puedes sentirte el día de hoy. Muchos de estos personajes fueron héroes de multitudes; otros solo héroes de sí mismo, pero todos con una cosa en común, consiguieron un refugio que les dio fortaleza, no sólo para salir victoriosos sino para además, dar testimonio de que su historia se puede repetir en cada uno de nosotros.
Uno de los más importantes personajes dentro de la Palabra, que nos cuenta una historia muy parecida a nuestra descripción es Abraham. Antes de ser llamado así, su nombre era distinto; su vida era diferente, en una época donde la vida y el sustento dentro del seno familiar asegura la existencia. Él fue llamado a salir de la comodidad de su hogar, lejos del refugio y fortaleza de sus padres.
Génesis 12:1 “Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré.”
Abraham pasó de tener todo tipo de comodidad y seguridad, a quedar literalmente sin nada material que le brindara un ápice de lo que él estaba acostumbrado. Y aunque parezca poco probable, hoy esa historia se repite con frecuencia. Sabemos que en nuestra sociedad, hablar de fe representa en muchos casos desprecio, agresiones e incluso muerte; así que nos hacemos prisioneros de nuestros círculos durante años para protegernos y cuando salimos el mundo, este nos condena; no te lanza a un horno de fuego, pero si al fuego de las críticas, burlas y desprestigio que nos quema por dentro. Nuestro cuerpo es sustentado con comida, pero nuestro espíritu pasa hambre pues no le damos del pan de vida (Juan 6:35). Todos hemos tenido que arrancarnos una parte de nosotros en algún momento, una persona, un lugar, un recuerdo que nos han dejado cicatrices cuando pensábamos que no sucedería a nuestra edad, y muchos ya necesitaron sacrificar lo más importante en sus vidas.
Ahora bien, lo que mantuvo a Abraham en pie para vivir una vida tan pesada como la nuestra, llena de aparente ingratitud y de agravantes inesperados, pero con éxito indiscutible que ha trascendido la historia, no fue nada de lo que dejó atrás, ni dinero, tierras, comodidades o cosas por el estilo; no fueron reyes ni personajes importantes que ayudaron a forjar su legado: fue por el lugar donde se refugio y donde consiguió su fortaleza, pues fueron su fe y obediencia en Dios, donde consiguió el cobijo y la fuerza necesarias para ser padre de naciones.
Quiere decir, querido lector, que aunque hoy tu vida aparentemente se vea como un sinónimo de desgracia, donde la soledad te alcanza hasta en un cuarto repleto de personas, o que tu corazón ya casi sin latidos y desangrado y tus ojos llorando sus lágrimas más amargas y sientes que no pueden más, tengo el agrado de decirte, aún tienes un lugar donde refugiarte y fortalecerte, y ese es Dios.
Dice en el Salmo 46:1-3 “Dios es nuestro amparo y fortaleza, Nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida,Y se traspasen los montes al corazón del mar; Aunque bramen y se turben sus aguas,Y tiemblen los montes a causa de su braveza. Selah”. Así que ven y déjate abrazar por el!