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Vuelve a soñar

Soñar, para algunos, es una simple utopía; a otros no les cuesta nada, y para muchos más, soñar es, por el contrario, sinónimo de dolor, frustración, rencor, decepción y, en general, una descripción más cercana a lo que sería una pesadilla realmente desagradable, en lugar de una fuente de alegrías.

Es por estos conceptos tan diferentes que tenemos los seres humanos con respecto a lo que es un sueño, que generalmente se polarizan en dos extremos completamente opuestos: por un lado, está quien sueña incansablemente, aun sin lograr cumplir sus sueños, albergando fe y algo de esperanza de que algún día sus ojos los verán cumplidos; y por otro lado, están los que, cansados y agotados de esperar, habiendo cosechado tantas decepciones, ya ni siquiera se atreven a aspirar a tener alguno.

“El tren ya pasó, será en otra vida, no te convenía, no era para ti, ya es tarde” son algunas de las expresiones que comúnmente escuchamos cuando un sueño es interrumpido de alguna manera. En otras ocasiones, nos encontramos filosofando con nosotros mismos sobre el resultado: “no hiciste lo suficiente, debiste cambiar antes, tenías que cambiar el rumbo”. Son frases con las que nos autocastigamos, y que expresamos o sentimos cuando lo anhelado se demora. Y si, por acaso, nos damos cuenta de que somos directamente responsables del fracaso, la moral queda tan destruida que no nos atrevemos a soñar ni en eso ni en nada más.

Es importante resaltar que no todos tenemos los mismos sueños. Sin embargo, todos los seres humanos hemos tenido, en algún momento, uno o varios de ellos. Los sueños tienen la particularidad de ser materiales e inmateriales, traspasan el tiempo, pues siempre están visualizados en el futuro. Sin embargo, pueden irse y regresar del panorama, cambiar de temporadas y lugares. En ocasiones son masivos y comunes entre las personas y, en otras, sencillamente particulares y únicos. A veces son altamente complejos, difíciles y con apariencia de imposibles, más cercanos a un milagro; mientras que para otros muchos son cosas tan simples que para muchos no significan nada.

Si te preguntara hoy: ¿cuándo fue la última vez que soñaste con algo bueno?, seguramente tendrías dos opciones de respuesta: tal vez recordar aquel que se te hizo realidad, o aquel que aún esperas con fe y en pie; o quizá recordar ese sueño frustrado o incumplido que terminó en decepción y te sumergió en los sentimientos más oscuros de tu ser. Y si esta última es tu respuesta, déjame decirte que no eres el único: hay quienes han enterrado sus sueños, y existen otros que ni siquiera se atreven a imaginar algo mejor.

Ahora bien, en un mundo donde las decepciones, el dolor o la rutina pueden apagar nuestros sueños, Dios nos llama a levantar la mirada y recordar que Él no solo ve nuestro presente, sino que ya ha diseñado un futuro donde nuestros propósitos más profundos encuentran vida. Soñar, entonces, no es un lujo; es un acto de fe, una respuesta a la promesa de que Dios tiene planes para nuestro bienestar.

La certeza de que Dios conoce cada rincón de nuestras vidas es un regalo que despierta nuestra capacidad de soñar. La Palabra nos asegura que Él escribió cada día de nuestra existencia antes de que naciéramos, lo que quiere decir que no hay sueño que Él no vea, ni dolor que no comprenda.
Esta verdad nos libera del temor a imaginar un futuro mejor, porque sabemos que nuestros anhelos están seguros en sus manos. Aun en un mundo donde la incertidumbre puede sofocar nuestras esperanzas, saber que Dios sostiene el mapa de nuestra vida nos invita a soltar el control y confiar en su amor, ya que sus planes no son improvisados. Son una obra maestra, donde cada detalle —incluso los momentos de quiebre— contribuye a un propósito redentor.

Pregúntate: si Dios, que resucitó a Lázaro de la tumba, puede también avivar los propósitos que creías perdidos, entonces, ¿qué sueño has enterrado por miedo o desilusión? Dios no solo perdona pecados; también resucita propósitos.

En Jeremías 29:11, la Palabra nos dice: “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros… pensamientos de paz, y no de mal, para daros un futuro y una esperanza.” Esta promesa divina de un futuro lleno de esperanza brilla como una luz inextinguible en los momentos más oscuros.

Por otro lado, esto nos desafía a redefinir lo que significa soñar con un futuro esperanzador. Aunque en nuestra cultura limitamos nuestros sueños a metas terrenales y temporales —éxito, comodidad, reconocimiento—, los planes de Dios son más grandes, más profundos, pero sobre todo, eternos. Él siempre ve más allá de nuestras expectativas, tejiendo un propósito que refleja su gloria. Nos recuerda que somos creados para buenas obras, preparadas de antemano para que caminemos en ellas, donde cada espera, cada puerta cerrada, cada sueño resucitado, es parte de ese diseño.

Como un escultor que da forma a la arcilla, Dios usa cada experiencia de nuestros sueños para moldearnos, invitándonos a soñar no solo con lo que queremos, sino con lo que Él ha preparado. Por lo tanto, vivir esta verdad requiere una fe que no se rinde.

Así que, vuelve a soñar.

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