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Fuerza en la debilidad

Fuerza, palabra de origen latín clásico cuyo significado expresa poder o resistencia, y que a su vez se caracteriza por ser sinónimo de potencia, vigor, robustez, intensidad o ímpetu; todas ellas definiciones que expresan superioridad, ligadas estrechamente a nuestros conceptos de victoria, logros y conquistas, pero que, en el reino de Dios, no tienen el mismo significado.

Comenzamos definiendo el término, pues, como seres humanos, vemos en la fuerza (en cualquiera de sus definiciones) un motivo de admiración. Ser el más fuerte, en cualquier ámbito en el que se pueda aplicar la expresión, es culturalmente un atributo que hace a las personas destacar de manera positiva, convirtiéndose en ejemplos o modelos a seguir por las masas. Al final del día, cada uno de nosotros prefiere al personaje más fuerte, conocido y admirado, en lugar del más débil y humillado.

En un mundo obsesionado con la perfección, admitir debilidad parece una derrota. Por ejemplo, si pensamos en las redes sociales, donde se exhiben vidas editadas, cuerpos esculpidos, éxitos acumulados y sonrisas perpetuas, nos damos cuenta de que la mayoría de nosotros se encuentra detrás de una fachada que oculta la fragilidad inherente al ser humano.

Por otro lado, todos cargamos con grandes pesos innecesarios: el estrés que agota el espíritu, la ansiedad que paraliza decisiones, las relaciones rotas que dejan cicatrices invisibles. Absolutamente todos hemos experimentado estos momentos de crisis personal y hemos caído en la misma trampa: intentamos combatirlos con fuerza de voluntad, más horas de trabajo, más café o más autoexigencia. Sin embargo, cuanto más luchamos por ser “fuertes”, más evidente se vuelve nuestro quiebre y futuro fracaso.

Es por esto que la Palabra nos invita a ver este tipo de retos y situaciones de una forma totalmente diferente, pues nos enseña a entender y recordar que no se trata de eliminar la debilidad o aquella sensación de vulnerabilidad, sino de abrazarla como un puente hacia la gracia. Al rendirnos, en realidad no perdemos el control; por el contrario, ganamos libertad. Y es que la gracia de Cristo no suplanta nuestra humanidad, la completa.

El mejor ejemplo de esto fue el propio Jesús cuando se encontraba en la cruz. En el momento de mayor aparente derrota, dolor, soledad y castigo, se perfeccionó la salvación. Jesús no evitó la debilidad humana: la abrazó hasta la muerte.

El apóstol Pablo, buen entendedor de la vida de Jesús, dice en 2 Corintios 12:9: “Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo”, dejándonos una gran enseñanza y reflexión. Gloriarse en la debilidad implica acción: perseverar, servir, testificar. Y no, no es resignación fatalista; es fe.

Esto quiere decir que la verdadera fortaleza surge cuando la debilidad humana se encuentra con el poder infinito de Cristo. Cuando entendemos y reconocemos nuestras limitaciones, es cuando verdaderamente experimentamos su perfección.

Hermano, estas líneas hoy son más que una reflexión: son una invitación que te ayuda e impulsa a vivir con autenticidad, no como seres autosuficientes o todopoderosos, “sino como vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no de nosotros”, como dice la Palabra en 2 Corintios 4:7.

En nuestra debilidad hallamos no solo supervivencia, sino victoria eterna, vida eterna. Bástate su gracia y plenitud. En ella, tu debilidad se transforma en su fuerza inquebrantable, pues allí reposa el poder de Cristo, el poder resucitador que vive en nosotros. Cuando finalmente reconocemos nuestras limitaciones —sean físicas, emocionales, espirituales, profesionales, sociales o culturales— creamos espacio para que Cristo actúe con todo su poder. “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia.” (Juan 1:16)

¡Dios te bendiga!

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