Cuando éramos pequeños, constantemente imaginábamos y viajábamos en nuestros pensamientos sobre cómo sería cuando creciéramos. Soñábamos con nuestra independencia: poder salir a jugar sin control del tiempo, sin ninguna otra responsabilidad, solo disfrutar de la libertad y de nuestros amigos, quienes al igual que nosotros soñaban lo mismo. Era una especie de sueño colectivo. Pero cuando llegó la hora de crecer, nos dimos cuenta de que crecimos, nos independizamos, pero además nos separamos de ellos; no solo de nuestros amigos, sino también de nuestras familias. Eso dio lugar a un escenario no previsto: nos encontramos, ni más ni menos, separados de todos.
La separación y la independencia, aunque suene un poco incongruente pues ambas son sinónimos de división, nunca vienen solas. Suelen venir acompañadas de dos grandes compañeros —más bien hermanos— que no las abandonan en ninguna etapa de nuestras vidas: el miedo y la incomodidad. Ambos son difíciles de separar y acostumbran a esconderse uno detrás del otro, solo para disimular.
Esa separación, cuando es prolongada y repetida en el tiempo, suele desembocar en el egocentrismo. Allí, el poder de resolver las cosas en soledad genera una idea equivocada de independencia y supremacía, donde el de al lado estorba y nadie cuenta. O bien en un aislamiento escéptico, donde la desconfianza —incluso en uno mismo— nos inmoviliza y nos roba hasta los sueños.
Sin embargo, y a pesar de que suena terriblemente amenazante esta situación, la verdad es que ninguno de nosotros ha escapado de ella (y hemos sobrevivido). Seguramente has pasado de un lado al otro de esa historia en un abrir y cerrar de ojos: un día sientes que puedes comerte el mundo solo y te estrellas con la cruda realidad de que no puedes hacerlo por ti mismo, y al otro día, sin más ni más, te encuentras sin voluntad de salir de tu cama, creyendo estar tan solo que a nadie le importas. De repente, la independencia ya no es parte del sueño.
Ahora bien, en este constante ir y venir de subidas y bajadas tenemos una oportunidad única de descubrir y considerar algo realmente importante: ¿hemos estado realmente solos? ¿De verdad lo conseguimos por nuestros propios medios? ¿He transitado todo este camino en soledad? ¿He sido totalmente independiente?
Nunca estás solo.
La respuesta a todas esas preguntas es más simple de lo que parece: simplemente “NO”. No has estado realmente solo, no lo hemos conseguido por nuestros propios medios, no hemos transitado todo este camino en soledad y no somos capaces de ser totalmente independientes. Y antes de que te digas a ti mismo que tu carro, tu casa, tu carrera, tus logros han sido solo por tu empeño y dedicación, respóndete estas preguntas: ¿de dónde proviene el aire que respiras, el sol que te calienta y la vida que hoy tienes?
Te habrás dado cuenta de que, desde lo más básico, durante todo este tiempo has dependido de algo, o mejor dicho, de alguien: de Dios. En la Palabra, en Juan 15:5, nos dice: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer”.
Permanecer en Cristo implica rendir nuestro deseo de autosuficiencia y abrazar la verdad de que, separados de Él, nada podemos hacer. Esto no significa que no tengamos talentos, habilidades o responsabilidades, sino que nuestra verdadera fuerza radica en nuestra conexión con Dios. Como los pámpanos que dependen de la vid para recibir savia y dar fruto, nosotros necesitamos de Su gracia para florecer.
Así que la invitación es a seguir conectados a la vid, porque es allí donde encontramos paz en medio de la tormenta, propósito en medio de la confusión y esperanza cuando todo parece perdido.
No se trata de evitar el miedo o la incomodidad —esos compañeros inevitables de la vida—, sino de enfrentarlos sabiendo que no estamos solos. Dios camina con nosotros, transformando nuestras caídas en lecciones y nuestras soledades en oportunidades para acercarnos más a Él.
Por último, la próxima vez que te sientas tentado a confiar solo en tus fuerzas o a rendirte ante la soledad, recuerda estas palabras de Juan 15:5: permanece en Cristo, confía en Su amor y descansa en Su gracia. En Él no solo sobrevives, sino que prosperas, llevando fruto abundante y viviendo la libertad de saber que, con Él, nunca estás solo.