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Un sacrificio: ¡para todos!

Todos los días, a cualquier cosa que nos cueste un ápice de voluntad, tiempo, esfuerzo o dedicación, para bien o para mal, le llamamos sacrificio. Solemos hacer una comparativa constante de lo que invertimos con respecto a lo que recibimos, calculando con frecuencia  como optimizar nuestro “sacrificio” para que sea el mínimo posible, pero con una consecuencia clara: nunca estamos satisfechos.

Somos programados desde niños; hacemos “sacrificios”, estudiamos, comemos y obedecemos a nuestros padres con el objeto de tener en compensación algún tiempo de ocio o juego, ganar reconocimientos o presentes que nos digan o nos hagan creer que ha valido la pena invertir ese esfuerzo y que ha sido al menos justa la relación sacrificio-beneficio.

Ahora bien, la situación no cambia cuando somos adultos; la diferencia es que solo cambia la escala en la que hacemos las cosas. Igual que de niños hacíamos esos pequeños trueques, de adultos, esperamos optimizar esa relación sacrificio-beneficio, pero ahora lo hacemos por dinero, fama, oportunidades, comodidad, reconocimiento, ego, vanidad y cualquier otra cosa que nos satisfaga el apetito de ser o al menos aparentar ser, algo más que los demás.

Sin embargo, el sacrificio es algo mucho mayor que ese intercambio que gestionamos para conseguir algo. El sacrificio, por definición, es una ofrenda que se hace en señal de agradecimiento o expiación; es decir, para obtener el perdón debemos pagar la pena impuesta por una culpa o delito, por lo que todo lo que está fuera de ese concepto, no puede ser catalogado o considerado como sacrificio.

En todo caso, lo que vulgarmente llamamos sacrificio, en realidad tiene otros muchos nombres. Pueden ser inversiones, intercambios, trueques, ventas, condicionamientos, entre otros muchos… pero no son más que un círculo vicioso y eterno, que cuando se pone pesado o nos cansa, le damos el nombre de “sacrificio”. Vendemos nuestro tiempo por dinero, invertimos o intercambiamos dinero para nuestras necesidades y placeres condicionando y cambiando nuestro entorno en la forma que nos parezca más conveniente o nos guste, girando alrededor de las cosas materiales que gobiernan nuestro mundo y que conseguimos con mucho “sacrificio”.

Cuando hablamos de sacrificios, dentro de la Palabra tenemos varios ejemplos; sin embargo, existen dos en particular que son la máxima expresión y definición de ese concepto y que nos invitan a reflexionar sobre lo que verdaderamente es importante en nuestra vida. El primero es Abraham, quien sin dudarlo, cuando fue probado, aceptó sacrificar como ofrenda a su propio hijo, cosa que finalmente no sucedió porque Dios reconoció su confianza en el (Génesis 22), sin embargo, este suceso dejó claro que el sacrificio debía ser algo realmente costoso, en términos incalculables e invaluables.

Por otro lado, está la mayor expresión de sacrificio, que la hizo Dios; Él mismo que evitó que Abraham sacrificara a su hijo, entregó al suyo, Jesús, no para agradarnos, sino para expiar nuestros pecados, recuperarnos y que no nos perdiéramos eternamente, “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna.” Juan 3:16.

“…Sin embargo Dios, a través de Jesus, y a pesar de que muy pocas veces le agradecemos y reconocemos su sacrificio, no da la espalda, no abandona… puesto que el quiere que el hijo pródigo, tú, regreses a casa.”

¿Alguna vez creíste “sacrificar” algo por alguien y no te lo reconocieron? ¿No te hizo sentir horrible? Sé cual es tu respuesta, quizás decenas de veces y tu reacción seguramente fue dejar de ofrecer esa ayuda, esa mano, ese consejo, ese hombro; te escabulliste para no sentirte rechazado y poco valorado, tu esfuerzo se quedó sin aparente recompensa, quedaste herido y vacío, sin voluntad de hacer algo por alguien más.

Sin embargo Dios, a través de Jesus, y a pesar de que muy pocas veces le agradecemos y reconocemos su sacrificio, no da la espalda, no abandona; Él no tiene ni hace excepción de personas, colores, status o razas; no discrimina y no olvida, pues el precio del sacrificio fue pagado para todo aquel que lo reciba, puesto que el quiere que el hijo pródigo, tú, regreses a casa.

Por último y solo por un segundo, piensa en esto: el sacrificio que tú no estarías dispuesto a ofrecer para agradar a Dios, él lo hizo ya para salvarte eternamente. El precio fue pagado. Tu culpa fue tachada. Sólo te falta aceptarlo y recibirlo en tu corazón. ¡Solo ven y ve! 

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